* Llig aquests dos textos i indica quin coincideix amb les tesis que Jesús Tuson exposa a Patrimoni Natural i quin no. Justifica-ho amb les citacions corresponents (tant del llibre de Tuson com dels dos articles).  

 

La flaqueza del internacionalismo lingüístico

Albert Branchadell EL PAÍS - Opinión - 29-03-2005


En España se está poniendo de moda el "internacionalismo lingüístico", también llamado "ideología de las lenguas grandes". Las etiquetas son del último libro de Juan Ramón Lodares (El porvenir del español), que viene predicando esa creencia desde hace tiempo, pero sus voceros empiezan a ser numerosos y muy cualificados: la nómina alcanza ya a filósofos como Félix Ovejero o a ilustres miembros de la Real Academia Española como Francisco Rodríguez Adrados y Gregorio Salvador.

Los postulados del internacionalismo lingüístico son fáciles de reconocer. El primero dice que las lenguas son vehículos de comunicación. Dado que nadie discute semejante obviedad, el postulado se formula más genuinamente de modo negativo: afirmar que las lenguas son vehículos de comunicación equivale a negar que puedan ser también signos de identidad, aunque una parte importante de la Humanidad crea justamente lo contrario y muchas veces actúe en consecuencia, hasta el punto de sacrificar su vida por su vehículo de comunicación particular.

El segundo postulado sostiene que las lenguas con más usuarios son preferibles a las lenguas con menos usuarios, y de ahí se extraen consecuencias políticolingüísticas que los distintos "internacionalistas" formulan con mayor o menor sutileza: Salvador, en un extremo, no tiene reparo en exponer públicamente que desea la extinción de las lenguas que él denomina "minúsculas", en abierta contradicción con los esfuerzos que las organizaciones intergubernamentales y un sinfín de ONG dedican a la preservación de la diversidad lingüística planetaria.

Un tercer postulado, finalmente, insinúa que la difusión de las lenguas grandes es un proceso natural", efecto de la libre elección de la gente. En otras palabras, que el imperialismo lingüístico no existe. Con algún pequeño matiz, Lodares podría haber escrito lo que dijo el Rey (o le hicieron decir) en una entrega del Premio Cervantes: "Nunca fue la nuestra lengua de imposición, sino de encuentro; a nadie se le obligó nunca a hablar en castellano: fueron los pueblos más diversos quienes hicieron suyo por voluntad libérrima el idioma de Cervantes". En términos parecidos se expresaba Félix Ovejero en estas páginas (De lenguas, sendas, mercados y derechos, EL PAÍS, 28-2-2005): los procesos que consolidan las lenguas con más usuarios "nada tienen que ver con el mercado o el capitalismo" -en contra, una vez más, de la experiencia de muchos habitantes del planeta-.

Pero el problema del internacionalismo lingüístico no son las dudas que plantean sus postulados; al fin y al cabo, los millones de personas que creen que las lenguas son valiosas en sí mismas, y que por ello es bueno preservarlas ante las amenazas del imperialismo lingüístico, podrían estar totalmente equivocadas. El verdadero problema del internacionalismo lingüístico son sus insufribles defectos internos. El primero es la práctica más o menos desvergonzada del doble rasero: la internacionalidad del español se blande para desacreditar el uso del guaraní en Paraguay o del euskera en el País Vasco, pero se enfunda discretamente cuando el español se las ve con lenguas de más usuarios, como el inglés en Estados Unidos o las grandes lenguas de la Unión Europea en Bruselas.

El incidente protagonizado recientemente por la portavoz de la Comisión Europea, Françoise Le Bail, es muy instructivo al respecto. Con el loable propósito de ahorrar unos cuantos euros al contribuyente europeo, a Le Bail se le ocurrió reducir el generoso sistema de interpretación en algunas ruedas de prensa de la Comisión a las tres lenguas de más uso en la Unión: inglés, francés y alemán. Un auténtico "internacionalista" todavía habría juzgado insuficiente el recorte: si con el inglés basta, ¿para qué complicarse la vida también con los superfluos francés y alemán? Por fortuna para el español, nuestro embajador ante la Unión Europea, que no comulga con Lodares, protestó enérgicamente por la reducción impuesta por Le Bail, juntamente con su colega italiano y el apoyo de sus Gobiernos respectivos, y la portavoz no ha tenido más remedio que hacer marcha atrás en su propuesta inicial, para escándalo del "internacionalista" auténtico, que si no quería tres tazas ahora va a tener siete (las tres de Le Bail más el español, el italiano, el polaco y el neerlandés). Es muy interesante leer la argumentación de Carlos Bastarreche: el problema no es que los periodistas españoles acreditados en Bruselas no entiendan el inglés, el francés ni el alemán (mal iríamos si fuera así), ¡sino que "la defensa del español es una de las prioridades de mi Gobierno"!

El segundo defecto del internacionalismo lingüístico es su propensión antidemocrática. Retomando una metáfora naipesca de Dworkin, un liberal que Lodares y compañía no han leído, el valor de las lenguas grandes se convierte en un triunfo ante la voluntad de los hablantes de las lenguas pequeñas: y ante los triunfos no cabe discusión ni debate alguno. En el contexto español no importa el apoyo que han recibido las políticas de fomento del catalán / valenciano, vasco y gallego, ni la validación de que han sido objeto por parte del Tribunal Constitucional. En un artículo reciente (El español en España, Abc, 4-3-2005), Francisco Rodríguez Adrados pedía directamente la abrogación de la "anticonstitucional" legislación lingüística autonómica. Rodríguez Adrados es de los que tildarían de anticonstitucional la sentencia del Alto Tribunal que en 1994 dio por bueno el modelo lingüístico de las escuelas de Cataluña, que sin excluir el castellano tiene en la lengua catalana su "centro de gravedad". O incluso dedicaría el epíteto antedicho a la mismísima Constitución, en la medida que sugiere una contradicción en el interior del artículo 3 entre la oficialidad del castellano y la de las "demás lenguas españolas". Sea como sea, la voluntad de los hablantes de las lenguas pequeñas de España es algo que ha vuelto a aflorar políticamente: al menos en Cataluña, muchas de las personas que votaron "no" en el referéndum del día 20 de febrero lo hicieron por el insuficiente reconocimiento del catalán / valenciano en las instituciones europeas. Y muchos de los que votaron "sí" lo hicieron confiando en la virtualidad del memorándum que Moratinos envió a la Comisión el pasado 13 de diciembre, que solicita el reconocimiento en la Unión Europea de "todas las lenguas oficiales en España".

Pero sin duda el mayor defecto del internacionalismo lingüístico es su simplismo maniqueo, que revela una antropología lingüística de una pobreza extrema. Pongámonos en la piel de un hablante de lengua pequeña: al decir de un "internacionalista" como Gregorio Salvador (Lenguas minúsculas, Abc, 19-1- 2005), este hablante sólo tiene dos opciones: ceder al "espíritu de campanario" y a la "aberración reaccionaria" para mantenerse encerrado en su "exigua prisión lingüística" o, por el contrario, abandonar su lengua e integrarse a una lengua más extensa y más poblada que le permita "ensanchar su mundo y sus perspectivas de futuro". Tertium non datur: la posibilidad de que nuestro hablante adquiera la lengua grande sin menoscabo de la pequeña es simplemente ignorada. Y, puestos a ignorar, también se ignora la profesión más antigua del mundo, que no es la que suele pasar por serlo, sino la de trujamán: los "internacionalistas" nos hacen perder de vista que, gracias a los intérpretes, hablar la misma lengua nunca ha sido una condición necesaria para el entendimiento mutuo.

Se dice que los antiguos griegos sentían horror por el vacío; claramente, nuestros "internacionalistas" sienten horror por la diversidad lingüística. Su gran problema es que viven en un mundo y en un país plurilingües que van a seguir siéndolo. Lo que veremos en los próximos meses es si ese internacionalismo que asoma en las tribunas periodísticas se impone en la esfera política. La presencia

del catalán / valenciano, gallego y euskera en el Congreso de los Diputados es uno de los tests que se avecinan. Si se prohíbe cualquier uso de esas lenguas, el internacionalismo habrá ganado la manga (y algunas señorías tendrán un argumento más para "irse" de España); si se inicia un debate sereno y pausado, libre por fin de escaramuzas contraproducentes, será posible acomodar esas lenguas en los términos y plazos que dicte la sola prudencia, sin otro efecto negativo que el rasgue de vestiduras de nuestros "internacionalistas" más furibundos.


EL ESPAÑOL EN ESPAÑA

por FRANCISCO RODRÍGUEZ ADRADOS. (abc.es viernes 4 de marzo de 2005)


 


LA visita a la Real Academia Española del presidente del Gobierno señor Rodríguez Zapatero ha sido no sólo un acto de cortesía sino, sobre todo, una muestra de interés activo por lo que se refiere a la lengua española: la suya, la nuestra, la de todos.

Su iniciativa a favor del Diccionario Histórico también es importante. Una serie de circunstancias ha hecho que el magno proyecto iniciado por don Rafael Lapesa y continuado por don Manuel Seco esté en este momento paralizado. La situación de la lexicografía española es hoy, la verdad, digna de atención y ayuda. Se han hecho y se hacen en ella cosas importantes, pero no poseemos, hoy en día, ningún Diccionario que pueda competir en extensión y modernidad con los de otras lenguas europeas. ¡Y fuimos los primeros que, con Nebrija, comenzamos a hacer diccionarios!

Pero no voy a escribir hoy de esto, sino de la paradójica situación de la lengua española, cada vez más difundida y apreciada en todo el mundo, cada vez más acosada en España por la legislación de las Autonomías que sabemos. He escrito mil veces aquí sobre esto y me han hecho el silencio más rotundo.

Ahora leemos, menos mal, sobre los profesores perseguidos por no saber vascuence y encerrados como protesta en un instituto de Bilbao. Alguien toma por fin una decisión. Hay que felicitarles.

El tema es éste. Según la Constitución Española, art. 1, todos los españoles tienen el derecho a usar la lengua española, que llama castellana: también los profesores en el ejercicio de sus funciones, entiendo. Y todos los españoles tienen el deber de conocerla. Los alumnos también.

Es, pues, normal que esos profesores, y los demás, impartan la clase en español. No hay justificación alguna para que el que habla español a españoles tenga que olvidarlo provisionalmente y hablar, sin duda mal, en vasco o catalán o gallego. La legislación autonómica en ese sentido es anticonstitucional: debería ser abrogada como papel mojado. La imposición forzada del vasco, el catalán y el gallego a muchos españoles se está convirtiendo en una tortura para nuestros connacionales, además de ser un factor de atraso y una burla para toda la nación española.

Entiéndase, las lenguas vernáculas de que hablamos son hermosas y respetables. Son una riqueza adicional. Pero el español es no sólo la lengua oficial de España, es también la lengua común, la que sirve para el entendimiento entre todos. La única obligatoria, la única absolutamente necesaria. Hay muchas bellezas en el mundo, pero no todos pueden dormir con la dorada Afrodita, decía un poeta griego. Muchos españoles pueden pensar que con el español les basta, que no tienen por qué ocupar su tiempo y su espacio mental en otras lenguas. Igual que el profesor francés enseña en francés, el italiano en italiano. Lo que no quita para que haya, en esas naciones, otras lenguas respetables. Solo que nadie intenta imponerlas mediante la violencia legislativa de órganos inferiores al Estado.

Los que han propugnado esa demencial legislación (y quieren llevarla más lejos, imponiendo, por

ejemplo, en Cataluña la obligación de saber catalán) lo que hacen es crear a todos un problema. Poner a sus territorios caparazones aislantes, con daño común. Lo escribí aquí no hace tanto: las lenguas son un pretexto para dramatizar las pretensiones nacionalistas y crear tinglados favorables. Poniendo incómodos a todos con lenguas que muchos o ignoran o conocen mal. ¡Habiendo una que conocen todos! No nos compliquemos la vida en forma tan miserable.

La cosa ha ido demasiado lejos y va a más. Porque si uno va a Bilbao o San Sebastián o a Barcelona o Valencia, se siente allí tan cómodo como en cualquier lugar de España. Pero si va a los puntos sensibles -instituciones y demás - se siente acosado por la imposición de las lenguas vernáculas. Muy respetables y hermosas, sí. Pero fuera de lugar cuando impiden la normal comunicación. Que es para lo que se inventaron las lenguas. Sobre todo, las lenguas comunes como el español.

Sí, ya sé que esas lenguas son «cooficiales», pero nadie ha dicho qué significa «cooficial»: ¿por qué no se aclaró desde el principio? En la práctica, es una patente de arbitrariedad, todo vale. Incluso abolir, en la práctica, el artículo 1. Poner un portazgo si se quiere enseñar inglés o música o cualquier cosa. O enterarse de algo en un hospital. Créanme, hay soluciones. Pero se han evitado, adrede.

Pero no hemos llegado a lo peor. Ahora las lenguas que son cooficiales (signifique lo que signifique) en sus respectivos territorios pretenden serlo también, y a veces lo consiguen, en toda España, así en las Cortes. Y en la Unión Europea. ¡Pero ahí no hay ni cooficialidad! Aparte de que el español es de todos los españoles, la mitad de la literatura española está escrita por vascos o catalanes o gallegos (y asturianos y andaluces...y todos).

Los promotores de esa necia política ponen al español (y a España) en pésima situación, si no en ridículo, en Europa. Con ese vergonzoso desmigajamiento no vamos a ninguna parte. Habría que cortarlo de una vez. He tenido muchos problemas con él en los Premios del Ministerio de Cultura (de traducción y teatro concretamente). Me negué a entrar en esos jurados en que al español lo ponen en situación de inferioridad. Pero dejo este tema para otro día.

Este acoso al español, de varias maneras y en varios terrenos, es denigrante. Y tengo el máximo

respeto para esas lenguas. Pero está el interés de toda España: entenderse y vivir en paz con el

instrumento que para ello ha forjado la historia. Cada campo es un campo. Y está la Constitución. Más que reformarla habría que hacer, antes, que fuera respetada. En el terreno de la lengua la verdad es que ha sido burlada desde el primer momento.

Es un terrible acoso el que sufre nuestra lengua española. Muchos premios, muchos homenajes, muchos Congresos, mucho Cervantes. Y, en la práctica, nada. Tan sólo sus hablantes la apoyan. Pienso, de todos modos, cuando quiero ser optimista (y no es fácil hoy) que las circunstancias coyunturales, artificiosas, de pura política, que operan contra el español, no prevalecerán. Su fuerza es grande. El presidente del Gobierno estaba en esto de acuerdo conmigo, en la reunión de la Academia. Pero es a largo plazo. De momento, sus hablantes sufren, no comprenden que se cierren los ojos, que se los abandone como a mera calderilla. Está bien la Ciencia lexicográfica del español, yo he luchado mucho por ella. Pero no es suficiente, se imponen acciones inmediatas.

Según estamos y leemos cada día en los periódicos, perdemos todos y nadie gana nada. El español es lo que nos queda para comunicarnos con el mundo. Y para que el mundo se comunique con nosotros.

Si tenemos problemas con el español, que los tenemos, ¿cuáles no serán si lo sustituimos por un ramillete de lenguas? ¿Qué idea sacaría de nosotros, me pregunto, un profesor holandés, amigo mío, que fue a Valencia a dar una conferencia en español y le salió alguien recriminándole porque no lo hacía en valenciano?

Otras veces, la cosa raya en el ridículo: Facultades universitarias donde todos hablan español pero toda la documentación oficial, todos los letreros, están en la lengua vernácula. Pura ficción, puro travestismo. Su honor está, a lo mejor, en una sola letra.

Un buen motivo de reflexión para nuestro Gobierno es el que pongo aquí sobre la mesa. Los profesores de Bilbao, una ciudad española y liberal, patria de escritores en español, nos han dado una lección. Sólo pido que esa lección - y otras que sin duda seguirán- sea escuchada.